La herida de los niños de Ortuella | El Correo

2022-09-23 21:51:26 By : Ms. Carrie Lin

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Vista del colegio poco después de la explosión que mató a 52 personas.

Los 27 coches fúnebres tenían cristaleras que permitían observar su interior. Desde la ventana de mi habitación los vi pasar en lenta procesión por la carretera de Santander, como el resto de vecinos de la Margen Izquierda que asomaron en esos momentos a los balcones y vanos de sus casas. Cada uno de los 24 primeros vehículos cargaba con dos pequeños ataúdes blancos colocados uno al lado del otro. Los tres últimos portaban sendos féretros grandes y oscuros, sin duda los que contenían los cuerpos del maestro, la maestra y la cocinera fallecidos en la explosión del colegio de Ortuella. A algunos de los niños y niñas que reposaban dentro de las 48 cajas de color marfil los habíamos visto la víspera por televisión. Escolares muertos con el pelo y la ropa cubiertos de polvo en brazos de adultos con rostros desencajados. Había padres que sostenían a sus propios hijos tras encontrarlos sin vida en medio del caos.

La tragedia que la víspera había sumido a toda Bizkaia en una congoja colectiva discurría al día siguiente por debajo de nuestras ventanas. En la calle había un silencio extraño. Faltaba el tráfico de la N-634. La carretera de Santander estaba cortada, para facilitar el tránsito de la comitiva fúnebre. El día anterior también se habilitó un carril sólo para los servicios de emergencias, cuando todavía había niños a los que salvar. A 48 críos extraídos el jueves de entre los escombros iban a enterrarlos el viernes.

A mediodía del 23 de octubre de 1980, cuando los casi novecientos alumnos de la Escuela Nacional Marcelino Ugalde de Ortuella habían reanudado las clases después del recreo, una explosión que se oyó a una distancia de seis kilómetros a la redonda hundió el suelo de dos aulas de la primera planta. De los 120 niños que quedaron sepultados bajo los cascotes, 48 estaban muertos y 34 de los que fueron rescatados con vida ingresaron en los hospitales de Cruces, Basurto y San Juan de Dios. Doce de los alumnos heridos estaban muy graves. Uno de ellos, Álvaro, falleció el 28 de octubre. El 4 de noviembre murió Francisco Javier. Fue la última víctima, la número 53. La mayoría de los escolares que perecieron tenían cinco y seis años.

La fuga de gas y la cerilla

El origen de la explosión fue una acumulación de gas propano en el sótano del centro, por una fuga en las tuberías de suministro. El fontanero municipal bajó ese día por una trampilla para reparar el desagüe de los fregaderos de la cocina. La cerilla que encendió para calentar un trozo de tubo actuó de detonante. Él mismo pudo contarlo más tarde a pesar de las graves quemaduras que sufrió en ambos brazos. El resultado, 50 niños y 3 adultos muertos, 53 familias destrozadas y un trauma colectivo.

Eran alrededor de las cuatro de la tarde cuando el traslado de los féretros sobrecogió a los vecinos de la Margen Izquierda que los vieron pasar desde sus balcones y ventanas. Los cuerpos recogidos en los depósitos de cadáveres de los hospitales de Basurto y de Cruces tenían que llegar hasta las naves de los Talleres Noguera de Ortuella, donde se había instalado la capilla ardiente en la que ya esperaban más de 10.000 personas venidas de todos los rincones de Bizkaia. Otros miles intentaban todavía entrar en Ortuella, en automóviles, autobuses o a pie.

La conmoción fue general. Como ocurre siempre ante catástrofes y masacres con decenas de víctimas mortales, una corriente de solidaridad invadió Bizkaia. De ello dan fe las hemerotecas. Una avalancha de personas acudió al lugar de la explosión en cuanto se difundió la noticia. Aquella ola de buena voluntad acabó por obstaculizar las tareas de evacuación y entorpeció la asistencia sobre el terreno a los heridos leves que sufrieron cortes al ser alcanzados por cristales que estallaron en añicos por el efecto de la onda expansiva. El tráfico hacia Ortuella estuvo colapsado durante seis horas. Cientos de personas que no sabían cómo ayudar acudieron a donar sangre a los hospitales de forma espontánea, casi un millar de ellas a la Residencia Sanitaria de Cruces, a pesar de que había reservas suficientes y no se hizo ningún llamamiento.

Las causas de las muertes colectivas ni agrandan ni empequeñecen el dolor de quienes las padecen, sólo alteran su grado de indignación o canalizan su rabia en una dirección. En Ortuella no hubo terroristas a los que condenar ni un psicópata al que maldecir. Al principio se especuló con que fuera un atentado, porque ese año fue continuo el goteo de policías, guardias civiles, militares y también civiles asesinados por ETA. Enseguida se descartó esa posibilidad. Fue un accidente. Pero nada es del todo aleatorio. No fue casualidad que ocurriera en un barrio obrero. Era mucho más probable que saltara por los aires una escuela pública de la cuenca minera de la margen izquierda del Nervión que un colegio privado de las zonas señoriales de la margen derecha. No siempre hay culpables, aunque casi siempre hay responsables.

La Delegación de Educación en Bizkaia había solicitado al Ministerio una subvención de 700 millones de pesetas para cambiar las instalaciones de gas propano de los colegios por otras de gasóleo C antes de que comenzara ese curso. Las asociaciones de padres habían reclamado en reiteradas ocasiones la sustitución del tipo de combustible utilizado para las calefacciones y cocinas por considerar esa intervención "imprescindible" para la seguridad de sus hijos. La propia Delegación reconocía que había recibido "varios avisos de la peligrosidad originados por escape de gases y explosión de un cuarto de calderas" y hacía suya esa reivindicación de las familias. Las conducciones, que carecían de protección catódica, más cara, se corroyeron y se descuidó el mantenimiento.

El Ministerio sólo concedió el 10% del presupuesto demandado desde Bizkaia. En la lista de centros educativos en los que había que actuar figuraba el Colegio Nacional Marcelino Ugalde de Ortuella, que precisaba una inversión de 2,4 millones de pesetas para reemplazar las instalaciones. Alguien lamentaría después no habérselo tomado en serio. Al coste de 53 vidas, luego sí hubo dinero para eliminar el suministro de propano de las escuelas y reforzar las tuberías.

Varios centros de la Margen Izquierda se negaron a reanudar las clases antes de someter sus instalaciones a una revisión técnica. Tuvieron que cerrar sus puertas porque los padres no enviaban a sus hijos. Las administraciones emprendieron una inspección general de las condiciones de seguridad de los colegios estatales, en especial de los que, como el de Ortuella, fueron construidos dentro del Plan de Urgencia para Bizkaia, en zonas que habían experimentado un rápido crecimiento demográfico.

El 90% de la población de Ortuella eran familias obreras provenientes de la fuerte inmigración que llegó a partir de los años cincuenta atraída por la actividad fabril y minera, tal y como explicaba el alcalde de la época, Manuel Fernández Ramos, a EL CORREO. Los escolares de cinco, seis años que murieron en el colegio Marcelino Ugalde eran hijos de torneros, mecánicos, peones, parados... Eran hijos o nietos de gallegos, castellano-leoneses, extremeños... También vascos. Uno de los pequeños, Miguel, el único negro, era hijo de un trabajador de la construcción guineano.

"Toda tu vida es mentira"

La causa judicial abierta por la explosión del colegio de Ortuella quedó sobreseída. El Estado, como responsable civil subsidiario, se hizo cargo de las indemnizaciones. Algunos familiares de las víctimas arremetieron contra el hojalatero que acudió a reparar las tuberías con su soplete, pero los tribunales lo absolvieron. La hija de este operario del Ayuntamiento también estaba en el colegio, en octavo curso, cuando la cerilla que encendió su padre hizo estallar la bolsa de gas acumulada en el sótano. Resultó ilesa. El empleado municipal, claro está, ignoraba la presencia del propano.

Con culpables o sin ellos, la del Marcelino Ugalde fue una tragedia insoportable. Un matrimonio perdió a sus tres hijos. En otras familias faltaron dos. Uno de los padres, que estaba en el paro, lo explicaba así el día en que enterraba a su hijo Andrés, que iba a cumplir 6 años esa misma semana: "Es como si de repente te despiertas y te dicen que toda tu vida es mentira, que la has soñado. Que no has tenido esos hijos". Cada caso era un drama, también el de los tres adultos. La maestra fallecida era madre de una niña de año y medio.

La explosión de Ortuella dejó una marca profunda en Bizkaia que sigue ahí pese a los 33 años transcurridos, porque las víctimas eran niños, muchos niños, niños pequeños. Y los niños muertos duelen de una forma radical.